jueves, 23 de septiembre de 2010

Posesión infernal




En otro lugar hablé de dos experiencias que había tenido este verano relacionadas con el Diablo. La segunda ya la conocen, todavía es muy reciente, pero queda por explicar la primera y más intensa de todas. Dado que hoy he dormido plácidamente, sin sobresaltos y, lo más importante, sin poder recordar prácticamente nada de lo que he soñado, he creído oportuno hacer un esfuerzo para narrar lo que viví en mi último viaje a Madrid. No va a ser fácil, dado que ya han pasado unos meses y, como sabrán bien, la memoria es caprichosa y cuando uno más lo desea ésta se obstina en frustrar nuestras mejores esperanzas. Además, hoy estoy algo cansado -aunque no lo parezca supone un gran esfuerzo para mí rememorar momentos tan angustiosos.

A  mediados del pasado mes de julio decidí ir a visitar a unos familiares que viven (bueno, que vivían) en Madrid para despedirlos antes de que se marcharan a Canadá y Bélgica, respectivamente. Se trata de dos primos míos, son dos buenos mozos que rebosan lozanía y que muestran siempre la mejor disponibilidad para con los demás. Buena gente que dríamos. Injustamente decidí ir a pasar sólo tres días, lo que nos obligó a todos a correr más de la cuenta. Eso fue un desastre, no les recomiendo en absoluto -si es que se lo pueden permitir- que sacrifiquen horas de disfrute familiar por cuestiones meramente programáticas. El viaje en avión a las 7 de la mañana fue otro desastre innecesario (cojan el tren si pueden), a esas horas nada puede resultar provechoso: las lecturas se convierten en fatigoso plomo para nuestros párpados, nada lo percibimos con claros visos de realidad y, a ciertas edades, el cansancio nos acaba pasando una factura indeseable.

El pisito donde vivían transitoriamente era un sitio lúgubre y pequeño. Baste decir que todo él podría ser como una gran habitación. Todas las ventanas daban a dos grandes patios interiores que, aunque grandes, no le proporcionaban demasiada luz. El sofá, adosado a una de las paredes contiguas a la habitación, era especialmente temible por su formidable dureza. No obstante, la gratitud de uno de los anfitriones me evitó tenerlo que sufrir más de lo estrictamente necesario. Todo sucedió el primer día, nada más llegar y dar un paseo por la calle de Fuencarral y sus aledaños tuvimos que volver al piso para reponer fuerzas antes de la noche. Yo no podía sostenerme del cansancio acumulado así que dormí una siesta que se prolongó dos o tres horas. Cuando me levanté recuerdo que había soñado con intensidad, pero cosas que difícilemente merecerían ahora su atención. Salimos de casa otra vez y fuimos para el centro de la capital nuevamente, mi primo quería llevarme a un lugar donde servían carnes muy sabrosas a un precio más que razonable. Fuera por la carne, fuera por la abundante cantidad de cerveza que bebí aquella noche todo se dispuso de tal manera que la peor de mis pesadillas me aguardaba sin yo poderlo adivinar. No recuerdo a que hora llegaríamos pero era suficientemente tarde como para que la cama se convirtiera en mi aspiración más inmediata. Nos fuimos a dormir.

Estaba con un grupo de gente concida; se mezclaban familiares con todo tipo de amigos -unos de Lérida, otros del trabajo, otros de Barcelona y, algunos más, de diferentes ámbitos que no sabría ahora precisar. El lugar era un campo abierto dispuesto en terrazas por donde pasaban diversos caminos que se entrecruzaban. Se veían árboles a lo lejos pero lo que más abundaban eran pequeños arbustos y matorrales. Allí estábamos todos sin saber por qué. Estábamos realizando alguna actividad conjunta pero no puedo recordar más. En un momento me quedo separado del grupo y me doy cuenta que estoy poseído por el Diablo. Toda la gente empieza a apartarse de mí y huye corriendo despavorida por donde puede. Me empiezo a angustiar mucho porque no llego a entender cómo esposible que el Diablo me haya poseído.

Lo peor de todo, en este caso, no es la descripción de lo que sucede -ya les he advertido de las limitaciones- si no lo que en realidad estoy sientiendo en aquellos momentos (estirado en mi cama, en medio de la oscuridad). Puedo recordar que la escena dura mucho, yo intento quitarme el Diablo de encima -desexorcizarme, para entendernos-, pero el bicho no quiere salir y se ríe de mí. Yo me desespero y siento un terror indescriptible viendo todo el mal que estoy provocando. Es terrible, me siento impotente y sin poder hacer nada para evitarlo, siento claramente como ese Otro me controla y utiliza mi cuerpo para sus fines maléficos. Llegados a un punto en que la intensidad de lo que siento se hace insoportable, me despierto tremendamente agitado y mientras constato que todo ha sido un sueño me invade esa alegría (que no se puede describir con palabras) que todos sentimos a veces cuando despertamos de una auténtica pesadilla. Permanezco aún unos minutos estirado en la cama asombrándome por el realismo de todo lo vivido, me pellizco las mejillas y después de recuperar cierto sosiego vuelvo a dormirme, sin más.


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