viernes, 24 de septiembre de 2010

De caramelos gigantes y brujas




El fin de semana se acerca y con mucha probabilidad no voy a poder contar mis experiencias oníricas con la dedicación que he tenido hasta ahora, así que aquí les dejo con el último de los episodios de esta semana.

Como la noche ha sido muy prolífica puedo recordar diferentes escenas, todas ellas marcadas por la fantasía propia de los sueños. La que más intensamente recuerdo tiene que ver con un niño que se porta muy mal y al que castigan sin remedio. Yo estoy ahí, como casi siempre, y nunca tengo clara cuál es mi función. La escena se desarrolla en lo alto de un edificio, estoy en el tejado y busco al niño en cuestión -de hecho, ahora puedo recordar que había estado urgando en un gran baúl donde había un puñado de caramelos gigantes-. Había lamido unos cuantos y otros tantos se los había llevado. Al enterarse el profesor de que alguien se los había llevado, manda buscarlo enfurecido.

Deduzco que soy yo el encargado de hacerlo, por eso estoy en lo alto del tejado, completamente solo y buscando al pequeño diablillo. Bajando por unas pequeñas y oxidadas escaleras metálicas lo encuentro lamiendo un caramelo gigante tan grande como una sandía. Después de llamarle la atención y regañarle por lo ocurrido consigo que los devuelva. Los vuelve a envolver con el envoltorio y me los da no sin resignación. Yo lo cojo y los vuelvo a guardar en el baúl aunque sin saber porqué lo hago.

Más tarde se realiza la actividad para la que estaban destinados los caramelos. Vuelvo a aparecer en el tejado, estoy con el niño  protagonista y una niña que era la única que venía a participar. La actividad resultaba de lo más simple, tenían que abrir el baúl y coger el caramelo que quisieran. La primera que se lanza a coger un caramelo es la niña que se decide justo por el mismo que antes le había echo devolver al niño. Viéndolo, empiezo a sentirme incómodo ya que sé de antemano que el caramelo está chupado. La niña lo desenvuelve y el caramelo gigante, diría que de sabor a naranja, aparece perfecto sin que se notara nada en absoluto. 

Justo después puedo recordar que estoy con alguien observando el recreo de unos niños muy pequeños que juegan en una suerte de avenida muy ancha junto a una gran río que me recuerda al Sena. No veo muchos adultos, cosa que me sorprende. En medio de la avenida, por donde corretean los niños, sobresalen dos grandes chimeneas, anchas y cortas. No logro adivinar que pueden ser. El tiempo va pasando hasta que de repente se oye una campana, es la hora de recoger y de volver a clase. Recuerdo perfectamente como de las dos chimeneas salen las profesoras levantando dos grandes muñecos que imitan a dos brujas. 

Están muy bien logrados; llevan el típico vestido negro con su sombrero, los cabellos largos y grises sobresalen por los costados en completo desorden y ambas están sonriendo con sus grandes bocas por donde asoman los pocos dientes que todavía les quedan. Los niños al verlas se asustan y salen corriendo. Yo también me quedo bastante impresionado. Deduzco que es la técnica que utilizan en esta guardería para conseguir que los niños recojan  sin tener que perder demasiado tiempo. Me quedo pensando unos momentos en lo original que resulta, nunca antes lo había visto ni se me había ocurrido. Cuando vuelvo a mirar los niños ya no están, han bajado por las chimeneas para regresar a sus clases que se esconden bajo tierra.

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