martes, 21 de septiembre de 2010

La niña kamikaze




No todos los días soñamos cosas que merezcan la pena ser contadas. A veces, como es el caso de la pasada madrugada, uno sueña mucho pero no recuerda más que sensaciones, o imágenes fugaces de algunas escenas que aun siendo originales no revisten mayor interés. Otras veces, por el contrario, es la realidad la que supera en originalidad a muchos de los sueños que podamos tener. Así, por ejemplo, podemos vivir cosas inexplicables sin que necesariamente tengan que haber sido soñadas.

Ayer por la tarde, sin ir más lejos, viví una experiencia entrañable. Había ido a la presentación de un libro sobre el mapa lingüístico de la ciudad donde vivo, Lleida. Se hizo en una sala pequeña pero muy popular aquí. Yo iba solo, y no porque me guste especialmente la soledad sino porque no tenía nadie con quien ir. La verdad es que tampoco me quejo. No recordaba muy bien como me había enterado de la celebración de este acto pero intuyo que tenía que haber sido por una invitación de esas que te llegan a través del facebook. El día -la tarde, más bien- no acompañaba en absoluto, el cielo estaba completamente gris y oscuro, y no paraba de llover. Era una lluvia fina y persistente, de aquellas que nos recuerda que el verano está llegando a su fin. Siguiendo el rastro que dejaban dos ancianas llegué hasta allí: ellas también querían asistir al evento.

Cuando llegamos pude comprobar que a las ancianas las había conducido  hasta allí un motivo familiar. Nada extraño en este tipo de acontecimientos, más aún si tenemos en cuenta que se trata de una ciudad muy pequeña. El lugar estaba concurrido, más de lo que había imaginado, nada más entrar y dar dos pasos una simpática mujer se abalanza sobre mí y me saluda. Mi cara de extrañeza frente sus muestras espontaneas de simpatía supongo que motivó que me preguntara si no era tal o cual personal. Yo le respondí a todo honestamente con una negativa cariñosa y, finalmente, me decidí por zanjar la situación presentándome exactamente como quien era en realidad. Nos dimos dos besos  y después de algunas preguntas algo confusas (una inexplicable tensión sexual me había asaltado), y aprovechando que acababa de ver a la conocida que había participado en el libro, me despido de ella y me dirijo al punto donde se encontraba la joven conferenciante. Me pongo a charlar con ella sobre el libro en cuestión, le comento que me parece muy interesante y le pregunto si se trata de un trabajo de campo.

Mientras ella confirma mis sospechas y me comenta algún que otro detalle que ahora soy incapaz de recordar, noto que algo se me tira a las piernas con fuerza y me estira del pantalón. Sorprendido, miro hacia abajo rápidamente y veo una pequeña niña que me está mirando con sus ojos grandes y vivos. Me dice hola con una intensidad familiar, como si fuera su tío o cualquier otro familiar cercano al que conociera de siempre. Yo, enternecido, le contesto: -Hola! cómo te llamas?. Me llamo Mireia, i tú? -contesta ella. Yo me llamo Sebastián -le respondo afectuosamente. Mientras yo y la conocida con la que hablaba nos maravillábamos por ese acto tan conmovedor de amistosidad infantil aparece, preso de una gran agitación, el padre de la criatura -yo no había dejado de interaccionar con la niña, lo que no resultaba  nada difícil, visto el entusiasmo que mostraba conmigo-. El padre se disculpa y me dice que debe haberme confundido con alguien. Yo le digo que debo haberle gustado por algún motivo que desconocía. Sebastián! -exclama la niña. El padre viendo que se dirigía hacia mí, le dice: -Sebastián soy yo Mireia. Pero dada la insistencia de la niña, me mira de soslayo y exclama sorprendido: -Ah! que tu también te llamas Sebastián. Sí, sí -le respondo con naturalidad. Va, vámonos Mireia -le dice el padre a la niña. Nos saludamos y, ya definitivamente, me dispongo a sentarme para presenciar con tranquilidad la presentación del libro.

El acto resulta de lo más interesante y ameno, a pesar de que empiezo a bostezar con insistencia. Todos los ponentes saludan después de la ronda de intervenciones habitual y se da por finalizada la presentación. Justo antes de cruzar la puerta para abandonar aquel lugar, la niña aparece de nuevo como un rayo y se vuelve a lanzar sobre mi con inusitada determinación. Vuelve a chocar contra mis piernas intentando darme una gran abrazo y sin vacilaciones me dice: -Hola Sebastián! Cómo etás? Miro hacia abajo rindiéndome a la ilusión con que me mira su pequeño rostro y le sonrío con ternura. Hola Mireia! Com te lo has pasado? -le pregunto -sabía que a lo largo de toda la conferencia había estado intentando boicotear el silencio al que todos aspirábamos con legitimidad-. Bien, bien -me dice entre sonrisas y sin dejar de corretear mientras tira del brazo de su padre. Vaya, me parece que le has caído muy bien -me suelta éste sentenciosamente. Cuando he conseguido librarme de la encantadora niña vuelvo para casa pensando en lo maravillosos y sorprendentes que en ocasiones pueden resultar los niños. Ya no llueve.
 

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