Hoy no me puedo acordar de mucho, y lo he hecho después de unos minutos, cuando ya pensaba que no tendría nada interesante que contar. Estoy en una masía que tenemos cerca de Sant Hilari de Sacalm, es un lugar maravilloso que frecuento desde hace más de vinticinco años. Su nombre es Can Joanic, es una casa muy grande cuyos cimientos se calcula que pueden ser del siglo XII o XIII. Recuerdo como una pareja de campesinos de la zona contaban a mi padre hace muchos años, parte de su historia más reciente. Le explicaron que hasta mediados del pasado siglo Can Joanic era una hospedería muy conocida en la zona en la que muchos viajeros que pasaban por allí se detenían para pasar la noche o, senzillamente, para reponer fuerzas con algunos de los potajes que en su cocina se preparaban.
Uno de los caminos principales, y más transitados de la zona, era el que pasa hoy justo por delante de la puerta de la casa -una puerta grande y robusta, de madera maciza, que da a un gran salón comedor donde en invierno trabaja sin descanso una vieja salamandra-. Desde ahí se accede por otra puerta a las dos plantas superiores donde se encuentran las habitaciones que antiguamente servían de hospedaje para los viajantes. La casa es de planta cuadrada, así que tiene habitaciones orientadas en casi todas las direcciones: sur, este y oeste. Al norte (detrás de la casa) estaba el pajar y un pequeño establo para guardar reses y caballos que ahora se ha reconvertido en leñero. Yo estaba precisamente aquí, en la parte de atrás de la casa, en el espacio cubierto por el antiguo pajar que rápidamente se convirtió en lugar de reunión familiar los días clurosos de verano. Sin duda que es el sitio más fresco y amplio de todos los que puedan encontrarse fuera de sus paredes, pero sin tenerse que ir mucho más allá. Ideal para las grandes reuniones que habitualmente hacíamos entre las famílias que disfrutábamos de aquél privilegiado lugar.
Estoy en el fondo de la casa, donde siempre que ha llovido lo suficiente se mantiene un pasto ralo que mezclado con un sinfín de hierbajos le confieren ese aspecto tan agreste. Ahora, no obstante, el suelo está cubierto de miles de peras pequeñas (de las de San Juan diría yo), que son de color amarillo con grandes motas rojas. Apenas se puede ver el suelo de la gran cantidad que hay. Estoy encima de una antigua Honda CB intentándola conducir. Es una moto grande para mí, que nunca he conducido ninguna de tanta cilindrada - y de color verde oscuro, exactamente igual que la que tenía un buen amigo mío-. Dedico un buen rato a intentarlo mientras debajo del pajar, a lado de la mesa, veo que hay un montón de familiares y amigos que están reunidos haciendo la sobremesa. El suelo resbala mucho y apenas consigo poner la primera marcha mientras intento subir por una fuerte pendiente llena de barro y piedras.
Cuando regreso, alguien, no recuerdo bien quién, nos enseña la llave de un candado que se acaba de encontrar. Yo la reconozco de inmediato y le digo que ya la puede tirar porque ése candado ya no existe. Anteriormente, en otra escena que recuerdo, pero que no conviene reproducir aquí con mucha exactitud, estaba montándomelo con dos jóvenes amigas mientras pensaba para mis adentros -¡Por fin he cumplido mi sueño!