lunes, 27 de septiembre de 2010

La inundación de peras y un trío amistoso



Hoy no me puedo acordar de mucho, y lo he hecho después de unos minutos, cuando ya pensaba que no tendría nada interesante que contar. Estoy en una masía que tenemos cerca de Sant Hilari de Sacalm, es un lugar maravilloso que frecuento desde hace más de vinticinco años. Su nombre es Can Joanic, es una casa muy grande cuyos cimientos se calcula que pueden ser del siglo XII o XIII. Recuerdo como una pareja de campesinos de la zona contaban a mi padre hace muchos años, parte de su historia más reciente. Le explicaron que hasta mediados del pasado siglo Can Joanic era una hospedería muy conocida en la zona en la que muchos viajeros que pasaban por allí se detenían para pasar la noche o, senzillamente, para reponer fuerzas con algunos de los potajes que en su cocina se preparaban.

Uno de los caminos principales, y más transitados de la zona, era el que pasa hoy justo por delante de la puerta de la casa -una puerta grande y robusta, de madera maciza, que da a un gran salón comedor donde en invierno trabaja sin descanso una vieja salamandra-. Desde ahí se accede por otra puerta a las dos plantas superiores donde se encuentran las habitaciones que antiguamente servían de hospedaje para los viajantes. La casa es de planta cuadrada, así que tiene habitaciones orientadas en casi todas las direcciones: sur, este y oeste. Al norte (detrás de la casa) estaba el pajar y un pequeño establo para guardar reses y caballos que ahora se ha reconvertido en leñero. Yo estaba precisamente aquí, en la parte de atrás de la casa, en el espacio cubierto por el antiguo pajar que rápidamente se convirtió en lugar de reunión familiar los días clurosos de verano. Sin duda que es el sitio más fresco y amplio de todos los que puedan encontrarse fuera de sus paredes, pero sin tenerse que ir mucho más allá. Ideal para las grandes reuniones que habitualmente hacíamos entre las famílias que disfrutábamos de aquél privilegiado lugar.

Estoy en el fondo de la casa, donde siempre que ha llovido lo suficiente se mantiene un pasto ralo que mezclado con un sinfín de hierbajos le confieren ese aspecto tan agreste. Ahora, no obstante, el suelo está cubierto de miles de peras pequeñas (de las de San Juan diría yo), que son de color amarillo con grandes motas rojas. Apenas se puede ver el suelo de la gran cantidad que hay. Estoy encima de una antigua Honda CB intentándola conducir. Es una moto grande para mí, que nunca he conducido ninguna de tanta cilindrada - y de color verde oscuro, exactamente igual que la que tenía un buen amigo mío-. Dedico un buen rato a intentarlo mientras debajo del pajar, a lado de la mesa, veo que hay un montón de familiares y amigos que están reunidos haciendo la sobremesa. El suelo resbala mucho y apenas consigo poner la primera marcha mientras intento subir por una fuerte pendiente llena de barro y piedras.

Cuando regreso, alguien, no recuerdo bien quién, nos enseña la llave de un candado que se acaba de encontrar. Yo la reconozco de inmediato y le digo que ya la puede tirar porque ése candado ya no existe. Anteriormente, en otra escena que recuerdo, pero que no conviene reproducir aquí con mucha exactitud, estaba montándomelo con dos jóvenes amigas mientras pensaba para mis adentros -¡Por fin he cumplido mi sueño!

viernes, 24 de septiembre de 2010

De caramelos gigantes y brujas




El fin de semana se acerca y con mucha probabilidad no voy a poder contar mis experiencias oníricas con la dedicación que he tenido hasta ahora, así que aquí les dejo con el último de los episodios de esta semana.

Como la noche ha sido muy prolífica puedo recordar diferentes escenas, todas ellas marcadas por la fantasía propia de los sueños. La que más intensamente recuerdo tiene que ver con un niño que se porta muy mal y al que castigan sin remedio. Yo estoy ahí, como casi siempre, y nunca tengo clara cuál es mi función. La escena se desarrolla en lo alto de un edificio, estoy en el tejado y busco al niño en cuestión -de hecho, ahora puedo recordar que había estado urgando en un gran baúl donde había un puñado de caramelos gigantes-. Había lamido unos cuantos y otros tantos se los había llevado. Al enterarse el profesor de que alguien se los había llevado, manda buscarlo enfurecido.

Deduzco que soy yo el encargado de hacerlo, por eso estoy en lo alto del tejado, completamente solo y buscando al pequeño diablillo. Bajando por unas pequeñas y oxidadas escaleras metálicas lo encuentro lamiendo un caramelo gigante tan grande como una sandía. Después de llamarle la atención y regañarle por lo ocurrido consigo que los devuelva. Los vuelve a envolver con el envoltorio y me los da no sin resignación. Yo lo cojo y los vuelvo a guardar en el baúl aunque sin saber porqué lo hago.

Más tarde se realiza la actividad para la que estaban destinados los caramelos. Vuelvo a aparecer en el tejado, estoy con el niño  protagonista y una niña que era la única que venía a participar. La actividad resultaba de lo más simple, tenían que abrir el baúl y coger el caramelo que quisieran. La primera que se lanza a coger un caramelo es la niña que se decide justo por el mismo que antes le había echo devolver al niño. Viéndolo, empiezo a sentirme incómodo ya que sé de antemano que el caramelo está chupado. La niña lo desenvuelve y el caramelo gigante, diría que de sabor a naranja, aparece perfecto sin que se notara nada en absoluto. 

Justo después puedo recordar que estoy con alguien observando el recreo de unos niños muy pequeños que juegan en una suerte de avenida muy ancha junto a una gran río que me recuerda al Sena. No veo muchos adultos, cosa que me sorprende. En medio de la avenida, por donde corretean los niños, sobresalen dos grandes chimeneas, anchas y cortas. No logro adivinar que pueden ser. El tiempo va pasando hasta que de repente se oye una campana, es la hora de recoger y de volver a clase. Recuerdo perfectamente como de las dos chimeneas salen las profesoras levantando dos grandes muñecos que imitan a dos brujas. 

Están muy bien logrados; llevan el típico vestido negro con su sombrero, los cabellos largos y grises sobresalen por los costados en completo desorden y ambas están sonriendo con sus grandes bocas por donde asoman los pocos dientes que todavía les quedan. Los niños al verlas se asustan y salen corriendo. Yo también me quedo bastante impresionado. Deduzco que es la técnica que utilizan en esta guardería para conseguir que los niños recojan  sin tener que perder demasiado tiempo. Me quedo pensando unos momentos en lo original que resulta, nunca antes lo había visto ni se me había ocurrido. Cuando vuelvo a mirar los niños ya no están, han bajado por las chimeneas para regresar a sus clases que se esconden bajo tierra.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Posesión infernal




En otro lugar hablé de dos experiencias que había tenido este verano relacionadas con el Diablo. La segunda ya la conocen, todavía es muy reciente, pero queda por explicar la primera y más intensa de todas. Dado que hoy he dormido plácidamente, sin sobresaltos y, lo más importante, sin poder recordar prácticamente nada de lo que he soñado, he creído oportuno hacer un esfuerzo para narrar lo que viví en mi último viaje a Madrid. No va a ser fácil, dado que ya han pasado unos meses y, como sabrán bien, la memoria es caprichosa y cuando uno más lo desea ésta se obstina en frustrar nuestras mejores esperanzas. Además, hoy estoy algo cansado -aunque no lo parezca supone un gran esfuerzo para mí rememorar momentos tan angustiosos.

A  mediados del pasado mes de julio decidí ir a visitar a unos familiares que viven (bueno, que vivían) en Madrid para despedirlos antes de que se marcharan a Canadá y Bélgica, respectivamente. Se trata de dos primos míos, son dos buenos mozos que rebosan lozanía y que muestran siempre la mejor disponibilidad para con los demás. Buena gente que dríamos. Injustamente decidí ir a pasar sólo tres días, lo que nos obligó a todos a correr más de la cuenta. Eso fue un desastre, no les recomiendo en absoluto -si es que se lo pueden permitir- que sacrifiquen horas de disfrute familiar por cuestiones meramente programáticas. El viaje en avión a las 7 de la mañana fue otro desastre innecesario (cojan el tren si pueden), a esas horas nada puede resultar provechoso: las lecturas se convierten en fatigoso plomo para nuestros párpados, nada lo percibimos con claros visos de realidad y, a ciertas edades, el cansancio nos acaba pasando una factura indeseable.

El pisito donde vivían transitoriamente era un sitio lúgubre y pequeño. Baste decir que todo él podría ser como una gran habitación. Todas las ventanas daban a dos grandes patios interiores que, aunque grandes, no le proporcionaban demasiada luz. El sofá, adosado a una de las paredes contiguas a la habitación, era especialmente temible por su formidable dureza. No obstante, la gratitud de uno de los anfitriones me evitó tenerlo que sufrir más de lo estrictamente necesario. Todo sucedió el primer día, nada más llegar y dar un paseo por la calle de Fuencarral y sus aledaños tuvimos que volver al piso para reponer fuerzas antes de la noche. Yo no podía sostenerme del cansancio acumulado así que dormí una siesta que se prolongó dos o tres horas. Cuando me levanté recuerdo que había soñado con intensidad, pero cosas que difícilemente merecerían ahora su atención. Salimos de casa otra vez y fuimos para el centro de la capital nuevamente, mi primo quería llevarme a un lugar donde servían carnes muy sabrosas a un precio más que razonable. Fuera por la carne, fuera por la abundante cantidad de cerveza que bebí aquella noche todo se dispuso de tal manera que la peor de mis pesadillas me aguardaba sin yo poderlo adivinar. No recuerdo a que hora llegaríamos pero era suficientemente tarde como para que la cama se convirtiera en mi aspiración más inmediata. Nos fuimos a dormir.

Estaba con un grupo de gente concida; se mezclaban familiares con todo tipo de amigos -unos de Lérida, otros del trabajo, otros de Barcelona y, algunos más, de diferentes ámbitos que no sabría ahora precisar. El lugar era un campo abierto dispuesto en terrazas por donde pasaban diversos caminos que se entrecruzaban. Se veían árboles a lo lejos pero lo que más abundaban eran pequeños arbustos y matorrales. Allí estábamos todos sin saber por qué. Estábamos realizando alguna actividad conjunta pero no puedo recordar más. En un momento me quedo separado del grupo y me doy cuenta que estoy poseído por el Diablo. Toda la gente empieza a apartarse de mí y huye corriendo despavorida por donde puede. Me empiezo a angustiar mucho porque no llego a entender cómo esposible que el Diablo me haya poseído.

Lo peor de todo, en este caso, no es la descripción de lo que sucede -ya les he advertido de las limitaciones- si no lo que en realidad estoy sientiendo en aquellos momentos (estirado en mi cama, en medio de la oscuridad). Puedo recordar que la escena dura mucho, yo intento quitarme el Diablo de encima -desexorcizarme, para entendernos-, pero el bicho no quiere salir y se ríe de mí. Yo me desespero y siento un terror indescriptible viendo todo el mal que estoy provocando. Es terrible, me siento impotente y sin poder hacer nada para evitarlo, siento claramente como ese Otro me controla y utiliza mi cuerpo para sus fines maléficos. Llegados a un punto en que la intensidad de lo que siento se hace insoportable, me despierto tremendamente agitado y mientras constato que todo ha sido un sueño me invade esa alegría (que no se puede describir con palabras) que todos sentimos a veces cuando despertamos de una auténtica pesadilla. Permanezco aún unos minutos estirado en la cama asombrándome por el realismo de todo lo vivido, me pellizco las mejillas y después de recuperar cierto sosiego vuelvo a dormirme, sin más.


Publicidad por tu blog con Boosterblog

martes, 21 de septiembre de 2010

La niña kamikaze




No todos los días soñamos cosas que merezcan la pena ser contadas. A veces, como es el caso de la pasada madrugada, uno sueña mucho pero no recuerda más que sensaciones, o imágenes fugaces de algunas escenas que aun siendo originales no revisten mayor interés. Otras veces, por el contrario, es la realidad la que supera en originalidad a muchos de los sueños que podamos tener. Así, por ejemplo, podemos vivir cosas inexplicables sin que necesariamente tengan que haber sido soñadas.

Ayer por la tarde, sin ir más lejos, viví una experiencia entrañable. Había ido a la presentación de un libro sobre el mapa lingüístico de la ciudad donde vivo, Lleida. Se hizo en una sala pequeña pero muy popular aquí. Yo iba solo, y no porque me guste especialmente la soledad sino porque no tenía nadie con quien ir. La verdad es que tampoco me quejo. No recordaba muy bien como me había enterado de la celebración de este acto pero intuyo que tenía que haber sido por una invitación de esas que te llegan a través del facebook. El día -la tarde, más bien- no acompañaba en absoluto, el cielo estaba completamente gris y oscuro, y no paraba de llover. Era una lluvia fina y persistente, de aquellas que nos recuerda que el verano está llegando a su fin. Siguiendo el rastro que dejaban dos ancianas llegué hasta allí: ellas también querían asistir al evento.

Cuando llegamos pude comprobar que a las ancianas las había conducido  hasta allí un motivo familiar. Nada extraño en este tipo de acontecimientos, más aún si tenemos en cuenta que se trata de una ciudad muy pequeña. El lugar estaba concurrido, más de lo que había imaginado, nada más entrar y dar dos pasos una simpática mujer se abalanza sobre mí y me saluda. Mi cara de extrañeza frente sus muestras espontaneas de simpatía supongo que motivó que me preguntara si no era tal o cual personal. Yo le respondí a todo honestamente con una negativa cariñosa y, finalmente, me decidí por zanjar la situación presentándome exactamente como quien era en realidad. Nos dimos dos besos  y después de algunas preguntas algo confusas (una inexplicable tensión sexual me había asaltado), y aprovechando que acababa de ver a la conocida que había participado en el libro, me despido de ella y me dirijo al punto donde se encontraba la joven conferenciante. Me pongo a charlar con ella sobre el libro en cuestión, le comento que me parece muy interesante y le pregunto si se trata de un trabajo de campo.

Mientras ella confirma mis sospechas y me comenta algún que otro detalle que ahora soy incapaz de recordar, noto que algo se me tira a las piernas con fuerza y me estira del pantalón. Sorprendido, miro hacia abajo rápidamente y veo una pequeña niña que me está mirando con sus ojos grandes y vivos. Me dice hola con una intensidad familiar, como si fuera su tío o cualquier otro familiar cercano al que conociera de siempre. Yo, enternecido, le contesto: -Hola! cómo te llamas?. Me llamo Mireia, i tú? -contesta ella. Yo me llamo Sebastián -le respondo afectuosamente. Mientras yo y la conocida con la que hablaba nos maravillábamos por ese acto tan conmovedor de amistosidad infantil aparece, preso de una gran agitación, el padre de la criatura -yo no había dejado de interaccionar con la niña, lo que no resultaba  nada difícil, visto el entusiasmo que mostraba conmigo-. El padre se disculpa y me dice que debe haberme confundido con alguien. Yo le digo que debo haberle gustado por algún motivo que desconocía. Sebastián! -exclama la niña. El padre viendo que se dirigía hacia mí, le dice: -Sebastián soy yo Mireia. Pero dada la insistencia de la niña, me mira de soslayo y exclama sorprendido: -Ah! que tu también te llamas Sebastián. Sí, sí -le respondo con naturalidad. Va, vámonos Mireia -le dice el padre a la niña. Nos saludamos y, ya definitivamente, me dispongo a sentarme para presenciar con tranquilidad la presentación del libro.

El acto resulta de lo más interesante y ameno, a pesar de que empiezo a bostezar con insistencia. Todos los ponentes saludan después de la ronda de intervenciones habitual y se da por finalizada la presentación. Justo antes de cruzar la puerta para abandonar aquel lugar, la niña aparece de nuevo como un rayo y se vuelve a lanzar sobre mi con inusitada determinación. Vuelve a chocar contra mis piernas intentando darme una gran abrazo y sin vacilaciones me dice: -Hola Sebastián! Cómo etás? Miro hacia abajo rindiéndome a la ilusión con que me mira su pequeño rostro y le sonrío con ternura. Hola Mireia! Com te lo has pasado? -le pregunto -sabía que a lo largo de toda la conferencia había estado intentando boicotear el silencio al que todos aspirábamos con legitimidad-. Bien, bien -me dice entre sonrisas y sin dejar de corretear mientras tira del brazo de su padre. Vaya, me parece que le has caído muy bien -me suelta éste sentenciosamente. Cuando he conseguido librarme de la encantadora niña vuelvo para casa pensando en lo maravillosos y sorprendentes que en ocasiones pueden resultar los niños. Ya no llueve.
 

lunes, 20 de septiembre de 2010

El exorcismo




Sólo recuerdo un fuerte estremecimiento que me ha sacudido todo el cuerpo, me he quedado como petrificado. Inmóvil en mi cama, un escalofrío ha empezado a recorrerme lentamente todo el cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Estaba estirado boca arriba y apenas he podido abrir los ojos para cerciorarme que estaba vivo y poder saludar nuevamente a la realidad. Esta vez, como es lógico, la excitación no me ha impedido seguir durmiendo y pocos minutos después ya estaba otra vez soñando dulcemente.

Este verano está siendo un verano de pesadillas, especialmente de dos relacionadas con el Diablo. Me resulta sorprendente ya que una vez superado el trauma que me provocó la película El exorcista, después de haberla visto con apenas doce años, nunca he vuelto a sentir temor por nada relacionado con este sujeto imaginario del que se le suponen las cosas más malignas. El caso es que esta madrugada he sufrido el segundo de los episodios a los que antes me he referido. Las imágenes que recuerdo son muy confusas pero puedo dar fe del terror que he sentido después de vivir lo que ahora les voy a contar.

La verdad es que es muy poca cosa, y hasta dudo de si merece la pena explicarlo teniendo en cuenta que los lectores de hoy son exigentes y muy escépticos frente a las verdades que uno se decide a compartir. Mi verdad, como es obvio, es una verdad soñada pero verdad al fin y al cabo. Si me hubiera encontrado en otras circunstancias, quizás si hubiera tenido otra edad -muchos menos o muchos más años de los que ahora tengo- esta experiencia me podría haber causado un buen disgusto de tipo fisiológico (me podría haber hecho pis en la cama o, fácilmente, me podría haber abatido injustamente un infarto de esos que se nos llevan la vida).

Me encontraba en una casa muy grande, era de noche, pero aún había mucha actividad entre sus paredes. Varias luces estaban encendidas y se podía oir un gran bullicio de gente que iba y venía. Sin yo saber porqué, me encontraba escondido en una habitación, en la que sin duda estaba esperando algo para después poderme ir, sin tampoco saber bien a dónde. La habitación se encontraba en la planta baja de la casa, tan grande como un edificio en la que habrían no menos de seis o siete plantas que daban a una galería interior. Desde allí recuerdo que podían verse varias puertas que, cómo es lógico estaban cerradas. Me atrevería a decir que había tres: dos en el lado derecho y otra en la parte izquierda, unas enfrente de las otras y todas perpendiculares a la mía.

La entrada de la casa no estaba cubierta y daba a una larga avenida con árboles contigua a un canal donde había amarradas en hileras algunas embarcaciones. No sé, como ya he dicho, porqué me encontraba en esa habitación pero sí que recuerdo que, de repente, estaba viendo a la señora mayor que se encontraba justo detrás de la primera puerta -a mi derecha-; me doy cuenta, mientras observo lo que allí sucede, que le están practicando un exorcismo (no me pregunten porqué ni cómo, yo tampoco lo sé), siento una extraña sensación y empiezo a inquietarme, más aún cuando veo que en realidad la estoy espiando. Siento claramente esa inquietud, esa tensión que experimentamos cuando hacemos algo que sabemos que no está bien.

La cosa se complica cuando, al mismo tiempo, percibo lo que muchas veces sucede en estas ocasiones: que la señora, no sé cómo, pero sabe que la estoy espiando. La inquietud ahora se convierte en miedo y, sin darme tiempo para nada, ésta ya ha salido de la habitación y se dirige hacia mí. Me ha descubierto, y su cara, su rostro, muestra ese semblante que tienen los seres poseídos; está ida, no mira a ninguna parte y, lo más sorprendente de todo es que, de la mano, lleva un perro que parece haberla guiado hasta mí. Finalmente, nos encontramos y estamos el uno enfrente del otro, la mujer está callada y tiene la mirada perdida, parece no poder articular palabra. Sin embargo, oigo una voz grave y sostenida que me dice: fuuook youuu. Es el maldito perro. 

sábado, 18 de septiembre de 2010

El tigre y el filósofo




Estoy paseando tranquilamente por una de las calles de un campus universitario, me siento muy bien y contento, algo así como si flotara disfrutando de absoluta libertad. Mientras camino, me cruzo con un conocido que trabaja en un centro donde atienden a personas drogodependientes. Va con una mochila y se le ve contento, observando un poco más me doy cuenta de que está fumando un porro, nos soludamos y yo prosigo con mi camino.

Ahora me encuentro en un pasillo, en la planta superior de un edificio del campus universitario donde hay unos ventanales desde donde se puede observar el ir y venir de los estudiantes. Me encuentro con un profesor de filosofía importante pero a la vez desconocido para mí, me invita a fumar un porro y yo me quedo refexionando con él, le explico que ahora entiendo porque la profesión de filósofo (la de uno de universidad) es la más sublime cota a la que uno puede llegar, intelectual y profesionalmente. Lo pienso porque, mientras disfruto de su compañía, me digo: en un mundo donde todos fuman, el filósofo es la única persona que se puede permitir libremente fumar porros y disfrutar con ello. Me parece un hecho revelador y me admiro por ello. Cuando acabo con este pensamiento veo, a lo lejos, al conocido que acabava de encontrarme, con una mochila y una coca-cola grande en la mano, va riéndose y dando extraños tumbos mientras se dipone a cruzar una gran avenida. Me consta que es una persona religiosa, no muy dada a experimentar con ciertas drogas pero fumador ocasional. En cualquier caso, me sorprende verlo en esa extraña situación.

Acto seguido me veo en el interior de un gran claustro universitario ayudando a prepara algo así como una conferencia o un coloquio. Estoy ayudando a colocar una mesas, estamos bajo cubierto, en un pasillo largo y oscuro con unos techos muy altos donde me siento bien. También hay unas chicas con nosotros que nos ayudan. Mientras me dispongo a colocar unas mesas me doy cuenta de que estoy con mi bicicleta y que molesta porque no se aguanta derecha, veo una de la chicas como se enfada un poco por ese motivo ya que se le cae al mover alguna de las cosas que hay por allí. Cuando hemos acabado, dos de las chicas se quedan supervisándolo todo y puedo ver como en sus manos tienen unos bolis bic que se llevan  para canviar porque están flácidos y ya no sirven para nada.

A conitnuación estoy en otro lugar, me encuentro con mis amigos que están tomando algo en un sitio curioso; están en la terraza de un bar, en una esquina muy pequeña, como un rincón, en la que hay un pasadizo muy estrecho que conecta con una plaza muy grande. Yo acabo de salir de la ducha y llevo una toalla azul de algodón grueso, les saludo y al mismo tiempo llegan tres amigas de uno de ellos, las tres me parecen atractivas pero la situación me incomoda un poco dado que estoy con la toalla y no logro que se me ciña bien a la cintura. Con dificultades, pero con muchas ganas, me acerco a ellas para saludarlas. Nunca las había visto antes, me sonrojo un poco y... de repente me encuentro en la plaza contigua y no paro de besar y saludar a un montón de chicas que están juntas formando un corro, se disponen a empezar una clase de baile, yo estoy justo en el centro, rodeado por todas ellas.

Todas son muy guapas y alguna, cuando me dispongo a besarla, me dice que no la moje mucho (supongo que se refiere a mis labios), me molesto un poco pero no pasa nada, me quedo pensando en lo bien que quedaré con mis amigos que me ven desde la terraza -mientras, sigo intentando que la toalla no se me caiga y pienso para mis adentros: el problema con la toalla es que ya estoy muy seco y por eso no se me aguanta bien en la cintura. A una le digo -vaya, sois muchas eh! Me sorprendo cuando descubro que la profesora de baile es una amiga de mi madre a la que yo quiero mucho y admiro. La saludo, pero apenas puede estar por mí ya que está muy concentrada con la preparación de la clase; va muy maquillada y la puedo ver al lado de un radiocassete seleccionando la música va que utilizar para la sesión. Cuando acabo de saludarlas a todas me despido de ellas y me voy, me siento satisfecho de haber tenido el coraje de presentarme con tanta formalidad y de haberlo hecho con determinación. También me quedo dubitativo, pensando en si les habré gustado o no, en si les habré resultado atractivo ya que al ir medio desnudo era fácil que se fijaran en mis imperfecciones. Ya estando a cierta distancia, me doy cuenta que no llevo la toalla, me pongo a buscarla con preocupación y vuelvo la cabeza para ver si me la he dejado donde estaban las chicas que acababa de saludar. Puedo ver que justo en al lado del corro donde están ellas, en el suelo de tierra arenosa, está tirada mi toalla azul.

Ahora aparezco en el apartamento de mi madre, está oscuro pero la temperatura es muy agradable y corre una brisa abundante, me recuerda a los días de verano. Puedo ver unas cortinas que se balancean y forman extrañas ondulaciones empujadas por la fuerza del aire que ahora recorre todo la habitación. Al final del largo pasillo, justo donde estoy con mi ordenador trabajando, hay un tigre enorme que duerme tranquilo, es la mascota de la casa pero le tengo respeto y, en parte, le temo. Es un tigre especial ya que en vez de tener los colores propios de los tigres, de rayas negras, amarillas y blancas, es monocolor, todo de un pardo dorado y amarillento, igual que un león. Lo último que recuerdo es que me lanzo a correr por el pasillo porque he recordado que tenía que hacer o buscar algo con urgencia en el ordenador, aun intuyendo que podía suceder, despierto al tigre que se lanza a correr hacia mí. Le tengo confianza, pero también soy consciente de que se trata de un animal imprevisible. Cuando el tigre me alcanza pasa de largo y todo se queda en un amago, como hacen muchos perros cuando al reconocer a la persona a la que ladran o persiguen, se vuelven dóciles y dejan de representar un verdadero peligro.

Me despierto, me siento muy bien después de haber disfrutado de un buen sueño y me gustaría poder continuar en él. No obstante, me voy convenciendo de que ya no voy a poder dormirme otra vez y me excito recordando cada detalle de lo que he vivido. Lo recuerdo todo como pocas veces antes me había pasado. Mientras lo hago, siento una extraña sensación de satisfacción ya que no sólo puedo recordar todo lo que he soñado sinó también los pensamientos que en él tenía, ¡y lo que sentía! Lo bien que me sentía. Tigres leonados que se convierten en animales domésticos, filósofos que fuman porros mientras saborean los almívares del éxito académico-profesional, y chicas, muchas chicas jóvenes y guapas que danzan a mi alrededor para celebrar que nos hemos conocido. Definitvamente, decido levantarme de la cama para ponerme a escribir este sueño memorable y no dejar así que perezca.